Ya desde la ética kantiana nos encontramos con una deontología que, mediante imperativos, guía el deber ser moderno occidental. Desde ahí, la responsabilidad para con la calidad no podría asumirse como hipótesis, sino como un fin de carácter universal y necesario en la educación, impulsando a los universitarios a prepararse no sólo para el “mundo del trabajo” sino, ante todo, como ciudadanos comprometidos con el desarrollo de su país. Ser profesional sería, también, ser capaz de contestar a las transformaciones económico-productivas, sociopolíticas, culturales y científico-tecnológicas de una era dominada por las comunicaciones, la información y el conocimiento globalizado.

No olvidemos que las carreras no son áreas de acopio o cautiverio de cardúmenes, son espacios de construcción del conocimiento para la acción, donde se cultiva el potencial humano de los estudiantes, sin atraparlos en el déficit, la carencia o la insuficiencia. Deben aceptarse como protagonistas y no como fiduciarios de un modelo de educación impositivo o mono-causal, reconociendo en ellos atributos de excepcionalidad, diversidad y pluralidad, para que se hagan responsables de todo cuanto la sociedad ha hecho con y de ellos, legitimando el cómo se comprometen con su propia existencia y con lo social.

Eso, conlleva un adeudo para con los derechos y deberes de quienes estudian, sin sujetamiento a un patrón clientelar de transacción, adquisición o consumo de servicios. La educación potencia agentes reflexivos y reales, destacando la riqueza del pensamiento, la argumentación y la capacidad deliberativa de los estudiantes, en tanto atributos socio-ético-políticos donde las institucionalidades universitarias incentivan y modelan autonomías con autenticidad creadora y recreadora en sus modos de ser, pensar, estar y hacer lo público.

La ruta de la calidad nos ha de llevar a democratizar los procesos de aprendizaje, adquisición y generación de conocimiento, comprensión y diálogo sobre lo que los países han sido, son y pueden llegar a ser, rompiendo el constructo “discípulo-maestro” para generar nuevas relaciones de saber-poder, enlazando visones disciplinares con perspectivas científicas, políticas, civiles, económicas, culturales, institucionales, etc.,  problematizándolas y gestando propuestas que contribuyan  al bien común, a través de  profesionales  vanguardistas, líderes y leales con la prosperidad de sus sociedades. Claro que, la tarea es ardua, cargada de desafíos y de una incansable búsqueda de alternativas.

Dr. Víctor Yáñez, Vicedecano Facultad de Cs. Sociales y Humanidades y Director del Centro de Estudios y Gestión Social (CEGES) de la Universidad Autónoma de Chile – sede Talca

 

 

 

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