Hace algún tiempo la opinión pública chilena muestra una admirable diversidad. Las discusiones en los medios o los ambientes académicos se enriquecen diariamente de miradas, argumentos, ideologías y propuestas que piensan el país deseado y hacen valer sus posiciones, a pesar de que muchos llevamos aún la pesada carga de un pasado dictatorial, donde primó por décadas la doctrina de una sola verdad, un solo principio, un solo país, un solo futuro y un solo pasado. Un ejemplo cercano es justamente este medio y sus espacios para la opinión y las discusiones. Si bien es cierto que hay muchas voces que esperan hace tiempo su turno y son muchos los temas que quedan por discutir, se tienen ya algunos puntos de partida.

En un escenario que se antoja primaveral, uno puede preguntarse con justicia si todas nuestras discusiones tienen verdaderamente algún sentido. La cada vez más preocupante y generalizada corrupción, el ideal de un mercado perfecto que ha demostrado que solo lo es bajo estrictas condiciones de laboratorio (es decir, cuando se lo aísla de toda realidad) o la triste humanidad de los líderes religiosos pedófilos y las cofradías que los han protegido, por solo recoger algunos brotes del jardín como ejemplos, no hacen prever un mejor futuro o un espacio para que triunfe la razón o el mejor argumento. Peor aún, la vieja demagogia hoy rebautizada como posverdad, prolifera y se esparce por ese espacio sin espacio que son las redes digitales que están en todos lados y en ninguno –como dijo bellamente Huidobro a propósito de la música. ¿De qué podría servir un debate informado y con pretensiones de verdad –aunque sea una verdad provisoria– si en definitiva las cosas van, como siempre, al despeñadero?

Si es que vale la pena seguir debatiendo sobre el aborto, el matrimonio igualitario, la igualdad educativa, la colusión de las empresas, la discriminación o las migraciones, etc., y si mantenemos la expectativa que estas discusiones tengan en perspectiva decisiones que afecten no solo la vida privada de cada persona, sino que a la sociedad en su conjunto, entonces debemos reconocer algunos contornos de aquello que nos convoca.

Lo primero debe ser reconocer que, por mucho que se avance, los debates no se pueden ganar ni perder y esto no debiera desanimar a nadie. La síntesis de posturas opuestas (síntesis positiva, supuestamente con Hegel, o negativa, explícitamente con Adorno) no es más probable que el mantenimiento de las diferencias, ni las conciliaciones son más definitivas a causa de él. Si bien se pueden hacer esfuerzos por lograr el consenso sometiendo la propia argumentación a los principios de la verdad, veracidad y rectitud (la trinidad moral de Habermas), a un imperativo kantiano de las “buenas” intenciones o a un imperativo weberiano de la responsabilidad, en la búsqueda de la unidad, se asoma siempre la diferencia.

So pena de irritar a ateos y religiosos, sus discusiones son un diáfano ejemplo de esta diferencia. En este caso, se trata de posturas que no solo son totalmente irreconciliables, sino que además se fagocitan por completo una a la otra. Así, cuando los debates sobre temas como la vida, la muerte, el amor o la justicia se llevan a este terreno, se sabe que no es posible ganar ni perder. Teísmo y ateísmo se disputan el carácter universal de sus visiones de mundo, pero ninguno puede asumir que se trata, en ambos casos, de una mera perspectiva y que así pueden llegar a un acuerdo. Si lo hacen, desaparecen. Lo que la creencia religiosa protege con el secreto, el misterio o la entrega pasional a lo desconocido e infinito, el ateísmo lo defiende con el convencimiento de la civilidad secular por el logro de la razón o la prueba empírica. El objeto en la refriega tiende a adoptar la forma de un valor paradojal, pues quiere ser universal, pero ha nacido de lo particular. De este modo, si es cierto que la religión no debiese imponer su verdad sobre la vida o el amor, pues los no-religiosos no pueden verse obligados a acatar las normas emanadas de entidades que no existen o que, al menos, nadie ha elegido democráticamente como representantes, es también cierto que la pretendida tolerancia ateísta hace cortocircuito cuando se quiere asumir como un meta-universalismo que acoge todos los posibles universalismos como si estos fuesen verdades parciales o creencias que –a pesar de estar erradas– se deberían tolerar. Pero, ¿por qué un religioso debería aceptar esta supremacía, si tampoco se puede demostrar empíricamente que el mundo secular tenga hoy, o pueda alcanzar mañana, una verdad en sus propios términos? El meta-universalismo secular puede ser visto sin problemas como un particularismo disfrazado que es incapaz de reconocer que, con todo, no es más que una perspectiva.

La arena donde se desenvuelven temas como este se llama política y es mejor aceptar que no se la puede extirpar de la vida social ni ponerla en segundo plano. Pero también es recomendable asumir que la política no resulta ni en unidad ni paz perpetua, sino que esta es oscilación entre partes que se oponen y que subsisten gracias a esta oposición, pues a ambas se abre la posibilidad, no de aceptar el mejor argumento, sino de mantener su verdad cuando las condiciones les son favorables. Si no existiese esta posibilidad, no existiría política sino pura fuerza bruta que, de todos modos, no puede contener que en su periferia se multiplique la política bajo el signo de la oposición. La salida al debate político se encuentra así fuera de él, pero no bajo la forma de una solución –en un sentido químico– donde se disuelven o diluyen los opuestos, sino como una decisión que divide, manteniendo la oposición o creando una nueva. Así, siempre habrá debates para el votante, el anarquista, el parlamentario, el ejecutivo, etc., mientras exista en el horizonte las decisiones y la oposición.

Detrás de la argumentación anterior hay una paradoja que no voy a ocultar. Si es que hay posturas que demandan universalismo de sus ideas o valores (igualdad, justicia, felicidad, etc.), pero las posiciones son inevitablemente particularistas, entonces el análisis que se haga de ellas es también, nada más que una perspectiva. No puede ser de otro modo. Pero ¿se debe considerar esto como una debilidad o como un argumento posmodernista, nihilista, cínico o naif? Esta podría ser la intención, si es que al final estuviese la común crítica de la verdad o del poder, la defensa del laissez faire, o la creación de un espíritu absoluto que dé cuenta de todo. Pero mi propósito es menos pretensioso, pues es una recomendación para la praxis de observación de la sociedad y no un lugar mejor para observar. Así, en lugar de alimentar la imagen de un futuro que nunca llega, se debiera considerar con la mayor seriedad la sencilla propuesta que hicieran hace algunos años Humberto Maturana y Francisco Varela acerca del conocimiento, y que se resume en su conocido aforismo: todo lo dicho, es dicho por alguien. Si se lleva esto a la observación de nuestra sociedad, se amplían los horizontes y se hace necesario preparase a mirar al mundo como una inagotable contingencia.

Hugo Cadenas, Académico Investigador del Instituto de Estudios Sociales y Humanísticos, Universidad Autónoma de Chile

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